viernes, 21 de junio de 2013

Muerte dulce.

"No le pierdas de vista más de 5 minutos, aquí tú eres la única que puede ayudarle si algo sale mal, y eso te convierte en responsable de lo que le pueda pasar"; me decía continuamente una voz interior en mi cabeza.
Y ahí estaba yo, asomando la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación una y otra vez, mirando fijamente su pecho, y no me apartaba de ahí hasta que veía como se llenaban de aire sus pulmones y me quedaba más tranquila. Apenas notaba ya su corazón, hasta las máquinas se volvían locas intentando encontrarle el pulso. Tenía tantos problemas como pastillas, y cada vez que le pasaba algo ya no sabíamos cual de todas tenía la culpa. Pero ahí estábamos; luchando por mantener la esperanza.
Le eché un último vistazo antes de volver a la habitación contigua, le vi moverse lentamente entre sus sábanas y respiré aliviada.
Fue la última vez que lo hice. Para cuando volví el único aire que entraba en sus pulmones era el de la máquina de oxígeno.
¿Que podía ser? ¿Que podía hacer? Lo probamos todo, pero no dimos con nada. Le llenamos la boca de azúcar por si se trataba de una hipoglucemia, y mientras una presionaba su pecho repetidas veces tratando de reanimar su corazón, yo juntaba mi boca contra la suya para darle mi oxígeno. Pero no sirvió de nada.
Mientras miraba su cuerpo inmóvil, inerte, intentando ahogar mi agonía en silencio, revolviéndome el pelo y arañándome la espalda, guardándome mi más desgarrador llanto para mis adentros, noté en mis labios restos del azúcar que minutos antes pusimos en su boca. Nunca una muerte tan amarga me pudo saber tan dulce a su vez.

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